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El regalo de la eternidad. Laponia Sueca (III)

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Durante los días en los que había recorrido Laponia Sueca, había podido vivir experiencias totalmente distintas que antes de conocer este rincón del mundo jamás hubiera podido imaginar en un territorio que creía monótono e homogéneo. En pocas horas, Laponia Sueca ya me había demostrado que la diversidad era una seña de identidad propia, y sin duda alguna, lo que aún estaba por venir me lo haría corroborar.

Tras adentrarnos en los más profundo de los bosques lapones y descubrir en ellos secretos escondidos que guardan tradicionalidad y autenticidad, tras bañarme en las frías aguas del Golfo de Botnia, tras vivir la experiencia de la Laponia rural y la urbanita… tras todo esto, algo muy grande tenía que llegar para poder mantener el estado de continua sorpresa y fascinación que desde que había aterrizado había tenido.

Era hora de dirigirse al sur, lo suficiente como para observar algún cambio en el paisaje pero lo suficientemente poco como para no escapar de la magnífica región de Laponia. Fue así como, tras previa prada en Skelleftea para tomar un helado, acabamos llegando todo el grupo hasta Bjuröklubb, una pequeña península que se adentra en el Mar Báltico y que constituye una reserva natural única.

Desde el mismo momento en el que llegamos pude sentir la energía tan fuerte y especial que ese lugar tenía. Con el mar a casi todos lados, el horizonte lejano parecía no tener fin, al igual que lo parecía un día que nunca acabaría. La luz seguía especial –como todos los días de verano en Laponia-, pero el lugar la acompañaba haciendo del momento y del lugar algo aturdidoramente irreal, mágico y a la vez desolado. Parecía el fin del mundo; y os aseguro que si este fin llega nunca, firmaría ahora mismo para que fuera igual de bello que Bjuröklubb.

Recorriendo en coche y caminando la península, llegamos a playas solitarias, desoladas, salvajes, vírgenes; bellas. Con sólo el mar como referencia, los planos colores de la zona parecían fusionarse entre sí para crear una atmósfera irreal que te envolvía y de la que no querías escapar.

La imagen de una casa solitaria de madera se convertía en la postal perfecta de un lugar así: un lugar que de inmenso, era claustrofóbico pero en el que, como en el hogar, te sentías siempre a salvo, siempre acogido.

Pero tras esa falsa imagen atemporal, anacrónica en la que a priori parecía no suceder nada, de repente, vimos que también había tiempo para las sorpresas: de repente, una pareja de renos salió correteando sin medio hacia nosotros, curioseando sobre quiénes éramos y qué diablos hacíamos allí. Como si nada pasara, del mismo modo que vinieron, se fueron alejando entre la penumbra del bosque. A esas alturas ya no daba crédito y me lo esperaba todo.

En la zona, hay algún pueblo chiquitito, de esos en los que uno iría a perderse a desconectar del mundo entero. Con casitas bajas de madera frente al mar, la vida en esa zona es necesariamente tranquila y sosegada; un remanso de paz en medio de un mar bravo pero espectacularmente bello.

Poco a poco, el sol comenzó a bajar hacia el horizonte, y a sabiendas que no lo llegaría a completar, con calma fuimos dirigiéndonos hacia una de las muchas zonas habilitadas para hacer fuego que existen en Suecia. Se trata simplemente de una pequeña área en medio de la naturaleza en la que se han puesto un par de bancos y una especie de estructura redonda hecha con piedras en la que hacer un cálido fuego.

Junto al siempre hipnotizante fuego que logramos encender no sin alguna dificultad previa, charlamos largo y tendido de todo lo que había dado de si nuestra experiencia en Laponia Sueca que ya estaba terminando. Junto a unas cervezas locales y algo de picar, la conversación fue derivando en risas y más risas, que sólo cesaron en el momento en que atónitos, decidimos girar la cabeza hacia el mar y observar como el sol nos regalaba una gama cromática de colores que parecía irreal.

Pocas deben ser las palabras que puedan describir algo tan maravilloso como lo que estaba sucediendo ante nuestros ojos, y de bien seguro que si existen, no tengo la suerte de conocerlas.

Tras una foto de grupo de rigor, nos recogimos de nuevo y fuimos directos al lugar en el que pasaríamos la noche, probablemente –y de nuevo- uno de los lugares más especiales en los que lo haya podido hacer nunca: el faro de Bjuröklubb.

En este faro, vivieron durante años sus cuidadores pero en la actualidad no vive nadie. Sin embargo, sigue manteniendo todo el mobiliario en sus pequeñas habitaciones, por lo que es posible quedarse a dormir allí si se va con un grupo de amigos. La experiencia fue inolvidable.

Era ya bastante tarde pero sin embargo, ni la noche ni el sueño aparecían, así que decidí abrigarme y salir en busca del mar. A simple vista me había dado la impresión que debía estar muy cerca, pero en realidad tuve que caminar durante 40 minutos entre rocas hasta llegar a él. La caminata valió totalmente la pena.

Llegué justo en el momento en el que el sol comenzaba a reprender su camino hacia arriba, un momento en el que todo se tiñó de rojo. Y sentado en una enorme roca, frente a un mar desconocido, pasé un buen rato reflexionando sobre todo lo que se me venía a la cabeza en un lugar como ese. Entre otras muchas cosas, tenía claro que viajar era y sigue siendo lo que me hace feliz.

A la vuelta al faro me perdí. Y lo pasé mal, la verdad. Incluso me caí en un par de ocasiones ya que caminar por encima de ese mar de piedras cuesta arriba era bastante complicado. Pero sin más complicación, acabé llegando al faro cuando alguno de mis compañeros ya dormía.

Había sido un día bastante más relajado que los anteriores, sin embargo, la fuerza del lugar único en el que había estado me había conmovido tanto o más que cualquier otra cosa que hubiera visto en los días anteriores. Y esto es mucho decir en un lugar en el que todo y siempre es sorprendente…


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